miércoles, 12 de marzo de 2008

Postales de guerra

La lente aleja todo. Y como en una película se proyecta la exquisita escena. No existen dramas contenidos aquí. Cada uno entiende, aunque tarde, su papel consagratorio. Entonces yo, nunca mas ladrón de sueños, congelo y perpetuo el triunfo y la derrota, poco distinguibles pero tan bien disfrazados. La victima y el verdugo se adueñan de un mismo cuerpo debatiéndose entre su sangre que va y la de otros tantos que vienen. Los sonidos acompañan el perfecto montaje y se meten en terrenos ajenos, y se adueñan de los demás sentidos, aumentando el aroma descompuesto del dolor, el silencio agudo del llanto, la imagen infecta de sinceridad obligada, vista y a la vez interpretada.
Avanzo entre ese mundo, que me mantiene rehén, con la inmunidad de la fascinación que me arrastra más rápido, pero inconscientemente hacia un final semejante al de mis musas.
Siento adormecidas la reacción y la piedad e ignoro detrás de mi secuenciada conciencia la mano que ruega.
Mi borrachera no me permite compartir el cuadro. Y sigo bajo la luz falsamente iluminadora de mi magia, atesorando cuerpos y resignando almas. Pensare en ellas, me prometo, para calmar esa fibra no tan reseca de la consideración.
Maquinalmente gatillo y condeno con mi ojo a la eternidad dolorosa del final mal acabado. La vida se sigue sucediendo hasta la muerte pero yo suelo detener la marcha para guardar su perfil más contradictorio en las dos dimensiones del papel, en la única dimensión de la codicia.Hay espíritus encerrados tras la lente. Y a través de ella respiro el dolor dulce, viciado y embriagador de la muerte. Pero no me importa demasiado su origen. Yo solo la busco y la atrapo ejecutando su labor con virtuosismo, sin haberla terminado aun. Algo me obliga a detenerme. Un dolor lacerante me desafía a bajar la cámara. La respiración se agita. Sin embargo yo me voy desvaneciendo, menos intenso, mas humano. Y cuando siento que mi personaje entra en escena, la más desgarradora de las interpretaciones se desarrolla. O lo entiendo así, no como espectador sino como protagonista. El sabor de la sangre, que se arremolina en mi boca me dificulta el habla pero a pesar de esto me aferró al grito como la salvación. Se acerca alguien y me observa derramando mi vida escarlata sobre la tierra madre de luto, a través de su ojo frió, calculador. Los estruendos de fondo son horribles y mis oídos ya no ignoran. Mis manos aferran las ropas, golpean, suplican. De pronto veo una luz blanca que quema. Y siento que después de ella el dolor continúa lejos de la paz etérea, pero parte de mi se perpetúa, se detiene. Presencia desde las dos dimensiones del papel y las tres de los sentimientos la agonía inconclusa del que posa para la muerte.

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