viernes, 14 de marzo de 2008

Dioses con pies de barro

Tenía la piel helada. Casi podía sentir como sus músculos temblaban con el contacto del viento agostino.
Esa mañana su tristeza era mayor. A sus pies yacían los restos de un homenaje. El olor de las flores era ácido y todas estaban teñidas de un triste ocre, el color del paso del tiempo. Hubiera querido gritar, soltar el nudo de palabras que le estrangulaba la garganta. Pero continuó en silencio con sus deberes.

Ese año había sido el mas doloroso de todos, penso. Pero no lo sería tanto como el por venir. Sencillamente porque el dolor era un sentimiento acumulativo. Porque no había encontrado el cause del sufrimiento y todo se estancaba en ese lago inquieto de la mente y del cuerpo. Los remolinos levantaban el sedimento putrefacto del fondo, pero no daban impulso. No había corriente. Solo un cansancio amargo, una furia sacrilega, un desagradecimiento pueril. Nada le enojaba mas que los homenajes. Esa vida que para otros representaba su figura no era su vida. Y la admiracion de ese pueblo le roían la paz escasa. Le asqueaba sus lágrimas, su cuidado, su respeto, ese halo de dignidad heróica que tejían alrededor de sus miembros inertes. Su presencia, habían dicho, era inspiradora, su pasado, el aliento de vida de muchos desahuciados. La valentía de sus andanzas, la brillantez de su pensamiento, la felicidad eterna en ese rostro plagado de esperanzas, tantas cosas que le adjudicaban y ella sin poder sentir la potestad sobre esas virtudes.
Pero si habia algo que le dañaba cinicamente era la compañia permanente del joven. Su voz, dispersa y calida, llamandola por un nombre que no le pertenecia, su cariño sincero, su ingenua contemplacion. No podia dejar de pensar que ese afecto era exánime, limpio de pasiones, manso, sereno, itinerante. Sus sueños borrascosos, la fiebre de su respiracion, el desconsuelo de su mirada, los exaltados reposos, el deambular insomne, todo lo que ella deseaba, volvia a negarsele.
Cuando lo vio, a la luz del nuevo día, le parecio más hermoso y ajeno que de costumbre. Observó su andanza incierta, el rumor de su pelo, el abrumador avance de su llegada. Sentado a su lado la saludo y espero su respuesta. Ella no hacía más que pensar en el deseo oscuro de un canje satánico. Cambiaría, se dijo, un poco de mi gloria pasada por la tibieza de su mano. Cambiaría un poco de mi valentía de museo por el coraje de la carne y el hueso. Cambiaría los honores de su mente fuerte por un espacio pequeño en su débil futuro.
De pronto cesó en su dialogo interno y decidió monologarle toda la rabia acumulada. No le preocupo perderlo, pues jamas le había pertenecido. Fue cuando comenzó ha abrirse el río púrpura entre las fibras, cuando el corazón ordenado empezó a bombear un magma intraterrestre, cuando el blanco ceremonioso de su superficie se tiñó de fuego. Esta vez temblaba, no secretamente sino para ella y para él. El rocío tardío se evaporaba con cada movimiento y por sus entrañas se iniciaba la dolorosa y definitiva danza de la vida. Abruptamente perdía la noción de su deshumanizada existencia y peleaba por alcanzarlo. Desgarrada de parte a parte sintió que explotaba y caía sobre todo lo que habia odiado. Las flores opacas, las placas brillantes, los aplausos solemnes, la canción inmortal. Pero tambien veía al joven y a su amable ternura morir aplastados bajo el peso babilónico de su cuerpo de mármol y de su pasión enferma.

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